jueves, 13 de septiembre de 2018

Cuchara en mano



Lo bauticé como Juan pues ya no podía seguir pensándolo sin ponerle nombre. Imagino que en algún momento de su vida lo llamaron Juanito, pues era el hijo de algún Juan, y lo más seguro también el nieto de algún otro Juan.

Los días que no lo veo lo extraño, ¿Cómo se puede extrañar a quien no se conoce? Y cuando sus días de ausencia se acumulan es inevitable pensar lo peor.

Cruzar esa esquina desde la seguridad de mi auto y no verlo gritando hacia el cielo o dando vueltas sin parar, me deja un malestar que no logro identificar, una sensación que me marca por el resto del día.

Su locura es incomprendida por todos, desde los niños en uniforme que cambian de acera al verlo, hasta el frutero que sentado a lo lejos le arroja las cáscaras de naranja mientras se ríe.

Me gusta pensar que Juan en el algún momento lo tenía todo controlado. A lo mejor era un muy buen doctor o abogado a quien la vida le hizo una mala jugada y comprendió que vinimos a este mundo con el único propósito de ser felices; y si sentarte en el parque con una cuchara en el bolsillo de la camisa mientras juega en la arena con un palito le hace feliz, ¿Quiénes somos nosotros para detenerlo?

¿Y porqué tiene alguien que detenerlo cuando ya el bolsillo de la camisa no existe y la cuchara la lleva siempre en la mano? ¿O cuando su pelo, que imagino llevaba antes siempre bien peinado y hacia atrás, hoy es un lío de rastas negras sin ningún tipo de coordinación? ¿Cuándo pasa una persona de ser Don Juan y se convierte en el loco del Parque? ¿Cuándo sus ropas tienen un tono marrón monocromático o cuándo empieza a utilizar la cuchara para comer tierra?

A mí, verlo me alegra la vida. Me gusta salir temprano hacia la oficina porque sé que si me retraso ya no va a estar allí. Cada mañana lo busco desde lejos y sonrío imaginando lo que le estará diciendo a esa rama del árbol, y otras veces trato de adivinar lo que piensa mientras se esconde detrás de los zafacones.

Sin embargo, hoy Juan no parece ser el mismo. Quién no lo conoce como lo conozco yo, no notaría la diferencia en como hoy agarra su cuchara, normalmente esta se desliza libremente entre sus dedos y hoy es presa dentro de su puño. Sus ojos que siempre sonríen junto con su dentadura poco poblada hoy parecen estar sin rumbo y perdidos en el tiempo.

Hasta el perro de la casa de la esquina, que normalmente siempre está a su lado, hoy se mantiene a distancia y en atención con sus orejas totalmente erguidas.

Intento descifrar qué está pasando, y por primera vez en todos estos años Juan y yo hacemos contacto visual. Sus ojos negros se clavaron en los míos y un frío paralizador me recorrió todo el cuerpo. Juan se lanzó a correr hacia mí, y mientras, yo gritaba a todo pulmón sin que nadie fuera de mi auto pudiese escucharme. Juan alzaba su mano derecha con la cuchara en posición de ataque como si fuera una lanza con la cual defendía el honor de su reino y yo no podía hacer más que cerrar los pestillos que ya estaban cerrados y subir las ventanas que ya estaban arriba.

El loco se lanza sobre mi carro y acostado en el bonete empieza a escupir el parabrisas. Yo no hago más que tocar bocina sin dejar de gritar mientras cierro un ojo y abro el otro para ver y no ver lo que está pasando; el frutero solo logra ponerse de pie y sin dejar de pelar su naranja observa entretenido a lo lejos; los niños camino al colegio salen corriendo en dirección contraria. El perro de la casa de la esquina es el único que sale a mi rescate y con una destreza magistral logra morder el ruedo desgarrado de los pantalones del loco y empieza a halarlo hasta que logra sacarlo de aquel trance satánico que sostenía con mi limpiavidrios.

El loco sale corriendo detrás del perro, que se aleja solo lo suficiente para hacerle creer que lo puede alcanzar, y yo sin dejar de gritar, acelero todo lo que mis piernas temblorosas me permiten y logro escapar de aquel purgatorio en el que viví por 10 segundos.

La verdad es que no le veo sentido a llegar a la oficina tan temprano, creo que desde mañana saldré un poco más tarde de casa.